Todos hemos pasado por ellas porque no las podemos evitar, pero sí podemos modificar nuestra respuesta ante ellas.
El miedo llamó a la puerta,
La confianza fue a abrir,
Y allí no había nadie
Las emociones nos gobiernan en el día a día de nuestra existencia. Todas las personas tenemos emociones continuamente. Es algo que no podemos evitar. Un aprendizaje de vida es, por tanto, aprender a vivir con ellas, sin negarlas pero sin dejar que se conviertan en prisiones que nos mantienen atrapados. De todas ellas, una de las más frecuentes, relevantes y difíciles de manejar es el Miedo.
Hay miedos prudentes, legítimos, útiles… (miedo a una corriente eléctrica, a un precipicio, un torrente desbordado, etc…).
Pero cuando se exacerba se vive en el terror más indefinido. El miedo a perder, a morir… Es miedo a perder la seguridad de lo que tenemos…
Pero, ¿podemos tener alguna certeza en la seguridad de lo que tenemos? La respuesta, ya sabemos que es negativa. Nadie puede decidir que no lo dejen de querer, o decidir no morirse hoy. No está en nuestra mano decidir eso. Pretender esos comportamientos sólo consiguen atraparnos en una red de pensamientos negativos que derivan en otros sentimientos más tóxicos y perniciosos; la sobreprotección, los celos, la rabia, etc…
Y sin embargo, vivir con el miedo a perder lo que nunca hemos tenido, nos impide disfrutar de lo que sí tenemos. Y vivir con el miedo a perder lo que sí tenemos nos impide poner el foco en conseguir lo que no tenemos.
Lo que sí tenemos es el amor de hoy, la vida hoy, el ánimo hoy. Podemos enfocarnos mucho más en el hoy si no vivimos tan pendientes, y sobre todo tan aterrorizados, sobre lo que nos puede pasar mañana.
Queremos controlar lo que es imposible controlar. Eso nos desgasta y nos frustra, y en última instancia, nos genera más miedo al darnos cuenta de lo inútil de la apuesta y de la cantidad de energía que hemos gastado en ese propósito quimérico.
Por eso las personas que se pierden las pequeñas alegrías esperando conseguir la gran felicidad nunca son felices, porque lo único que nos puede dar la felicidad es disfrutar intensamente lo que sí tenemos, que son esas pequeñas alegrías cotidianas que pueden llenar una vida entera.
Las personas que percibimos felices hacen eso muy bien. Las que percibimos infelices, no sólo no lo hacen por sistema, sino que denigran a quien lo hace o a quien defiende la importancia de hacerlo. ¿Y por qué tomarse ese trabajo? Quizás porque al criticarlo, evado mi juicio crítico sobre lo que no estoy haciendo, y así evito tener que abordar la tarea de empezar a hacerlo. Para muchos es más fácil achicar la brecha de felicidad con los demás anulando el fluir ajeno en lugar de activar el propio.
Para poder disfrutar la vida hay que aceptar por tanto que es un bien que podemos perder en cualquier momento. Para vivir intensamente, hay que aceptar la muerte, y percibirla como un tránsito ineludible que puede llegar en cualquier momento. Eso nos permite captar y generar la intensidad de lo presente y llegado el momento, aceptar lo que hemos disfrutado, explotado, aprovechado, y disfrutar de lo vivido al máximo. En palabras de Neruda… “poder confesar que hemos vivido”.
Sin necesidad de proyectar en un futuro incierto algo que luego nunca pudimos realizar porque jamás encontramos el momento.
Espantado por la muerte, me fui a las montañas.
A fuerza de meditar sobre su hora incierta,
he descubierto el continuo de la conciencia despierta.
Y ahora ya no tengo miedo a la muerte.
Patrul Rinpoché
Le chemin de la grande perfection
Frecuentemente, nuestros miedos derivan en otras emociones no menos perniciosas para nuestra felicidad cotidiana.
El miedo a no ser aceptado, reconocido, a no ser integrado en el grupo, en la familia, en la pareja, etc… deriva en vulnerabilidad manipulable, en anulación, en sometimiento… ¡Cuánta de nuestra magia individual somos capaces de abandonar para ser aceptados por otros! ¡Cuánta luz propia podemos llegar a apagar para ser aceptados en la penumbra ajena!
Pero, para otros, el miedo a ser demasiado absorbido por esa integración, deriva en rabia individualizadora, en la exacerbación del yo diferenciador, en la obsesión por remarcar la diferencia. Y con demasiada frecuencia, esa potenciación del yo deriva en crítica destructiva a lo ajeno, pues es lo que siento que está amenazando con absorber mi Yo y diluirlo en el Nosotros.
Ése es el riesgo metamórfico del amor, ante el que me muestro vulnerable y desnudo, y al mismo tiempo, temo hacerlo y siento rabia por haberlo hecho.
¿Debo pues, evitar las relaciones que puedan poner en peligro la fortaleza de mi Yo? ¿Debo, por otra parte, dejar de disfrutar de mi sensación de unidad para diluirme en la diversidad del Nosotros, y llamarle amor a esa pérdida, y pretender ser feliz en ella? ¿Qué opciones me quedan en caso de no desear ninguna de esas posturas?
El cantautor uruguayo Daniel Viglietti resume en unos versos, luego cantados maravillosamente por Silvio Rodríguez, el drama de una vida sin opciones:
-Lo más terrible se aprende enseguida, y lo hermoso nos cuesta la vida.-
¿Y si no fuese así? ¿Y si podemos rehacer el verso y darle la vuelta? ¿Y si nos negamos a que la vida deba ser un camino de permanente sufrimiento ante el que no quepa otra actitud que la resignación? ¿Qué hacer entonces?
Parece pues que el camino de intentar enterrar nuestros miedos o nuestra rabia no funciona, pues vemos que deriva en otro tipo de emociones que lejos de ayudarnos nos siguen generando mucho desequilibrio. ¿Por qué entonces, no probar algún otro camino? ¿Qué puede pasar si probamos el camino de la aceptación de lo que sentimos?
Si aceptamos el miedo a no ser integrados en el grupo, aprendemos a pedir y a permitir ser ayudados por otros. Aprendemos a ser vulnerables y a aceptar que necesitamos ayuda. Este es un enorme aprendizaje que a algunos les lleva toda una vida.
Si aceptamos la rabia que nos genera perder nuestra identidad, podemos aprender a afirmar nuestra posición sin desautorizar otros puntos de vista. Aprendemos a tener una opinión reconociendo que es eso, nada más y nada menos que una opinión, un punto de vista. Tan válido como puedan serlo otros. No tenemos que callarlo, pero tampoco necesitamos que prevalezca siempre el nuestro. Eso enriquece el discurso global y favorece el aprendizaje y la escucha.
Recuerdo el día que mi hermano me despedía cuando me trasladé a vivir a México. En el aeropuerto de Madrid, en una charla aparentemente intrascendente sobre sus inquietudes hacia la aventura de vida que iba yo a comenzar, me deslizó uno de los más sabios consejos que me hayan dado jamás en mi vida.
–Recuerda -dijo, hablando de la convivencia- que no siempre se trata de tener razón.-
En aquel momento no digerí todo el contenido de la frase, pero después me ha ayudado enormemente en muchos momentos de mi vida. Con frecuencia, las mejores lecciones viajan vestidas con el sayo de la naturalidad, sin oropeles que la adornen. Y de ahí su contundencia cuando finalmente las entendemos. ¡Cuántas discusiones habré tenido a lo largo de mi vida exclusivamente para tener razón! Para quedar por encima del otro, para subrayar mi saber delante de los demás…Y todo eso, ¿de qué me ha servido? ¿Cómo me ha ayudado a ser mejor persona o a ganarme el cariño de los demás? No quiero negar en estas líneas la riqueza del debate o de la discusión saludable, sino renegar de la porfía del orgullo herido, de la necesidad de “ganar siempre”, de la identificación, en suma, de mi propio Ser, con cada una de mis opiniones, como si el riesgo de perder una discusión o ceder en un debate fuese perderme a mí mismo.
Por increíble que parezca, el camino de la aceptación nos lleva a la Confianza Básica. Somos uno entre muchos y somos Uno con otros. Es así y así será. Puedo seguir construyendo mi camino y aprender a ser yo mismo, como ente individual y como parte de muchos grupos a los que aportar y de los que aprender. Sentir esa Confianza me libera de muchas angustias y, lo que es aún mejor, de muchas tareas.
Descubrimos entonces una de las más increíbles lecciones que he podido aprender en mi vida, sin desmerecer un ápice la de mi hermano. Los seres humanos, en cuanto Ser, somos criaturas perfectas en su naturaleza, como lo son todos los demás seres vivos. Y, sin embargo, en el Hacer, somos y seremos permanentemente imperfectos y por ello, mejorables. Sujetos y objetos de aprendizaje permanente.
Lo maravilloso de este descubrimiento es que, en ambos casos, quedamos exonerados de la terrible tarea de convencer al mundo de nuestra supuesta perfección. Por un lado lo somos de manera natural y por el otro nunca lo seremos.
¡Cuántas horas de nuestra vida futura acabamos de ahorrarnos en una tarea inútil! Esa aceptación y esa certeza nos descubre una de las mejores herramientas para viajar por la Vida, la Liviandad. Despojados de tareas insanas y muy pesadas, la Liviandad nos permite caminar hacia esa Confianza Básica, que antes parecía tan lejana, nos desarrolla el humor y la alegría donde antes había angustia y rabia, nos permite disfrutar donde antes había sufrimiento. Consigue convertir en fácil lo que antes nos parecía imposible o muy difícil. Habremos conseguido nada menos que cambiarle el verso a Viglietti, ser más felices y además divertirnos en el camino. ¡No parece poco!
Autor:
Imagen por: GraphicStock
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